Бунюэль. 2. исп
Tendrнa trece o catorce aсos cuando salн de Aragуn por primera vez. Iba invitado a casa de unos amigos de mi familia que veraneaban en Vega de Pas, cerca de Santander. Al atravesar el paнs vasco, descubrн, maravillado, un paisaje nuevo, inesperado, totalmente distinto del que habнa conocido hasta entonces. Veнa nubes, lluvia, bosques encantados por la bruma, musgo hъmedo en las piedras… Fue una impresiуn deliciosa que siempre perdurarб. Soy un enamorado del Norte, del frнo, de la nieve y de los grandes torrentes de las montaсas.
La tierra del Bajo Aragуn es fйrtil, pero polvorienta y terriblemente seca. Podнa pasar un aсo y hasta dos sin que se viera congregarse las nubes en el cielo impasible. Cuando, por casualidad, un cъmulo aventurero asomaba tras los picos de las montaсas, unos vecinos, dependientes de una tienda de ultramarinos, venнan a llamar a nuestra casa, sobre cuyo tejado se levantaba el aguilуn de un pequeсo observatorio. Desde allн contemplaban durante horas el lento avance de la nube y decнan, sacudiendo tristemente la cabeza:
- viento del Sur. Pasarб lejos.
Tenнan razуn. La nube se alejaba sin soltar ni una gota de agua.
Un aсo de angustiosa sequнa, en el pueblo vecino de Castelceras, el vecindario, con los curas a la cabeza, organizу una rogativa para pedir la gracia de un chaparrуn. Aquel dнa, negras nubes se cernнan sobre el pueblo. La rogativa parecнa casi inъtil.
Desgraciadamente, antes de que terminara la procesiуn, se habнan disipado las nubes y volvнa a lucir un sol abrasador. Entonces, unos brutos como los hay en todos los pueblos, cogieron la imagen de la Virgen que abrнa el cortejo y, al pasar por un puente, la tiraron al rнo Guadalupe.
Se puede decir que en el pueblo en que yo nacн (un 22 de febrero de 1900) la Edad Media se prolongу hasta la Primera Guerra Mundial. Era una sociedad aislada e inmуvil, en la que diferencias de clases estaban bien marcados. El respeto y la subordinaciуn del pueblo trabajador a los grandes seсores, a los terratenientes, profundamente arraigados en las antiguas costumbres, parecнan inmutables. La vida se desarrollaba, horizontal y monуtona, definitivamente ordenada y dirigida por las campanas de la iglesia del Pilar. Las campanas anunciaban los oficios religiosos (misas, vнsperas, бngelus) u los hechos de la vida cotidiana, con el toque de muerto y el toque de agonнa. Cuando un vecino del pueblo se encontraba en trance de muerte, una campana doblada lentamente por йl; una campana grande, profunda y grave para el ъltimo combate de un adulto; una campana de un bronce mбs ligero para la agonнa de un niсo. En los campos y en las calles la gente se paraba y preguntaba: “їQuiйn se estarб muriendo?
Tambiйn me acuerdo del toque de rebato, en caso de incendio, y de los repiques gloriosos de los domingos de fiesta grande.
Calanda contaba menos de cinco mil habitantes. Este pueblo grande de la provincia de Teruel que no ofrece nada de particular a los turistas apresurados, estб situado a dieciocho kilуmetros de Alcaсiz. En Alcaсiz paraba el tren que nos traнa de Zaragoza. En la estaciуn nos esperaban tres coches de caballos. El mбs grande se llamaba “jardinera”. Luego estaban la “galera”, que era un coche cerrado y una carreta pequeсa de dos ruedas. Como йramos familia numerosa llegбbamos cargados de maletas y acompaсados por los criados, viajбbamos amontonados en los tres coches. Tardбbamos casi tres horas en recorrer los dieciocho kilуmetros que habнa hasta Calanda, bajo un sol de justicia; pero no recuerdo haberme aburrido ni un minuto.
Salvo en las fiestas del Pilar y la feria de setiembre, en Calanda habнa pocos forasteros. Todos los dнas, a eso de las doce y media, seguida por un remolino de polvo, aparecнa la diligencia de Macбn, tirada por un tronco de mulas. Traнa el correo y, de vez en cuando, algъn viajante de comercio errabundo. En el pueblo no se vio un automуvil hasta 1919.
Lo comprу un tal don Luis Gonzбlez, hombre liberal, moderno e, incluso, anticlerical. Doсa Trinidad, su madre, era viuda de un general y pertenecнa a una aristocrбtica familia sevillana. Aquella distinguida dama fue vнctima de las indiscreciones de sus criadas. Y es que, para sus abluciones нntimas, utilizaba un aparato escandaloso, cuya forma de guitarra esbozaban con amplio ademбn las seсoras de la buena sociedad de Calanda que, por culpa de aquel bidet, estuvieron mucho tiempo sin dirigir la palabra a doсa Trinidad.
Aquel mismo don Luis tuvo una actuaciуn decisiva cuando los viсedos de Calanda fueron atacados por la filoxera. Las viсas se morнan sin remedio, pero los campesinos se negaban obstinadamente a arrancarlas y sustituirlas por cepas americanas, como se hacнa en toda Europa. Un ingeniero agrуnomo llegado especialmente de Teruel instalу en el salуn del Ayuntamiento un microscopio que permitнa examinar el parбsito. Como si nada. Los campesinos seguнan negбndose a cambiar las cepas. Entonces don Luis, para dar ejemplo, mandу arrancar todas las suyas. Como habнa recibido amenazas de muerte, se paseaba por sus viсedos con una escopeta en la mano. Obstinaciуn colectiva tнpicamente aragonesa y tardнamente vencida.
El Bajo Aragуn produce el mejor aceite de oliva de Espaсa y quizб del mundo. La cosecha, esplйndida algunos aсos, estaba siempre amenazada por la sequнa que podнa dejar los бrboles sin hojas. Algunos campesinos de Calanda iban todos los aсos a Andalucнa para la poda de los бrboles en las provincias de Cуrdoba y Jaйn, ya que eran tenidos por grandes especialistas a principios de invierno empezaban a cosecharse las aceitunas. Durante el trabajo, los campesinos cantaban la Jota Olivarera. Los hombres, subidos a las escaleras, golpeaban las ramas con la vara y las mujeres recogнan el fruto que caнa al suelo. La Jota Olivarera es dulce, melodiosa y delicada. Por lo menos, en mi recuerdo. Contrasta fuertemente con las notas vibrantes y recias del canto regional aragonйs.
Conservo en la memoria; a mitad del camino entre la vigilia y el sueсo, otro canto de aquel tiempo, por que tal vez se haya perdido ya, pues la melodнa se transmitнa de viva voz de generaciуn, sin que nadie la escribiera. Era el Canto de la Aurora. Antes del amanecer, un grupo de muchachos recorrнa las calles para despertar a los segadores que debнan ir al trabajo a primera hora. Quizбs algunos de aquellos “despertadores” vivan todavнa y recuerden la letra y la mъsica. Canto magnнfico, mitad religioso y mitad profano, venido de una йpoca ya lejana. Aquel canto me despertaba en plena noche en la йpoca de la siega. Despuйs, volvнa a dormirme.
Una pareja de serenos, armados de chuzo y farol, nos arrullaban durante el resto del aсo: “Alabado sea Dios”, gritaba uno. “Sea por siempre alabado”, respondнa el otro. Y el primero seguнa: “Las once. Sereno” o, de vez en cuando (Ўquй alegrнa!): “Nublado”. Y, a veces (Ўmilagro!): “Ў”Lloviendo!”
Calanda poseнa ocho almazaras. Uno de aquellos molinos de aceite era ya hidrбulico, pero los demбs funcionaban como en tiempos de los romanos: una piedra cуnica, arrastrada por caballos o mulas, molнa las aceitunas sobre otra piedra. Parecнa que nada iba a cambiar. Los mismos gestos y los mismos deseos se transmitнan de padre a hijo y de madre a hija. Apenas se oнa hablar del progreso, que pasaba de largo, como las nubes.
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